Pedrito era un niño al que siempre algún abusón le pegaba en el colegio. Desde niño se mostró con carácter pero bonachón, lo que pasa es que mucha gente confunde ser bueno con ser una puerta abierta a que hagan con él lo que quieran.
A veces lloraba de rabia e impotencia, pero aunque a veces tuvo ganas de dar una buena coz, no estaba en su naturaleza. Eso, a pesar de todo, en lugar de hacerle sentir más débil le fortalecía porque lo que veía a su alrededor le entristecía. De una u otra forma, siempre encontraba otros niños con los que podía compartir ratos de juego, de fútbol, de carreras, de hacer travesuras, sin embargo no le servía cualquiera. No por ser antisocial, sino porque no se sentía lleno. Tenía la sensación de no ser de este mundo, de no pertenecer a una sociedad que no entendía.
No entendía cómo los mayores hablaban de alguien cuando no estaba y delante de esa persona decían otra cosa. No entendía cómo niños fuertes que iban por la calle apartando a la gente de su camino con su energía, sin embargo ante una chica se convertían en lo contrario. Uno un día, como en el fondo sabían que Pedrito era alguien en quien se podía confiar, se confesaba triste porque la chica no le hacía caso, llorando a lágrima tendida.
Tras consolarlo y acompañarlo, cuando se quedó solo se preguntó: ¿cómo es esto? ¿Tan valiente y no es capaz de hablarle claro y en caso de que no quiera nada con él, quedarse en paz? No entendía esa valentía.
Una valentía que mostraba delante de los demás, empleando su fuerza para destacar, intimidar y demostrar su fuerza y su poder, pero luego, en la intimidad, se venía abajo. Le hacía pensar que en el fondo era un chico que sufría, tanto por tener que demostrar quien no era todo el tiempo ante los demás para destacar y por no poder mostrarse vulnerable.
Por todo ello, aprendió a disfrutar de su propia presencia, porque con sus propias contradicciones y sus disquisiciones, tenía suficiente para entender la vida, esta vida tan extraña y poco natural. Una chica de la clase, la empollona, la que siempre sacaba un diez, un día le abordó a la salida del colegio. A él le gustaba molestar en clase todo lo que podía contando historias y algunas soeces para que las chicas se asquearan. Le gustaba ver las reacciones de los demás, cómo por cosas sin trascendencia eran capaces de montar una escena ante la profesora quejándose amargamente por tonterías.
Pero aquella niña, también víctima de sus bromas, al abordarle le dijo que quería salir con él. No se esperaba que la niña más inteligente y más guapa quisiera salir con él. Se dejó acompañar y cuando ella le insinuó que quería saber dónde era su casa para ir a buscarle por la tarde para salir, se extrañó aún más. Entonces, haciendo alarde de su gran imaginación, siguió de largo y le apuntó otra casa como la suya.
Aunque no le creyó, la chica se fue a su casa. Al día siguiente, el enfado de aquella se tornó en una completa indiferencia hacia él, que aceptó con integridad, porque no podía esperar menos. Años después se la encontró por la calle y aún le duraba el efecto aunque ya eran mayores para trascenderlo. Entendió que algo serio y profundo había ocurrido.
Así que muy pronto entendió que la gente pone unas expectativas en otras personas hasta tal punto que no ven que las otras personas, parezcan lo que parezcan, tienen su propio criterio, su forma de hacer las cosas, de vivir, de proceder.
Los que son fuertes crean nebulosas, levantan mucho polvo para que no se vea qué hay más allá de la propia nariz, se lo pueden permitir porque además de habilidad tienen tiempo para hacerlo, pero visto el espectáculo desde detrás de la propia nariz, Pedrito, ya Pedro, continúa viendo el mismo escenario que cuando era niño, con las mismas demostraciones de fuerza para esconder las propias debilidades, las mismas circunstancias que indican, que a pesar de haber pasado mucho tiempo, como dice la canción, la vida sigue igual.
Cambia el escenario, las personas, los medios, el decorado, pero todo sigue igual. Mujeres y hombres inteligentes, guapos, con posibilidad de hacer lo que quieren, pero se repite lo mismo. Se pregunta si ve lo mismo porque quien no ha cambiado es él, pero en momentos de lucidez, cuando las circunstancias le han permitido ver lo invisible, ha visto las mismas cosas, las mismas actitudes, la misma… lo que sea.
La física cuántica dice que el tiempo no existe, es una creación, y que la distancia no importa para conectarse con alguien. Eso aún le dice más de lo mismo. El otro día, paseando por el parque al atardecer, vio una reunión de colombianos que se juntaron con unas mesas, sillas, un aparato de música, unas cartas, una nevera, unas raquetas, y en el césped crearon un espacio de ocio, unidos, al margen de discusiones, peleas, guerras…
Otro ejemplo es la gente del continente africano. Son personas que con muy poco tienen siempre la sonrisa en la cara, no necesitan más. Al contrario, cuando tienen contacto con el mundo occidental es cuando se les crea las necesidades. Se les ve libres, unidos, sanos.
¿Quizá nos estamos equivocando?



