Muchos son los ejemplos que día a día nos da la naturaleza. Sin ir más lejos, sus propios ciclos son los ciclos de la vida misma. Nacimiento, esplendor, soltar y renovar, representados en la primavera, verano, otoño e invierno. Somos parte de ella y no atender a estos ciclos nos hace estar en confrontación con la vida.
Si observamos la naturaleza con atención vemos que cada año vuelve a renacer del proceso de renovación necesario para seguir evolucionando. El verano trae los frutos, el color, aroma y la luz para brillar y que nuestra vida resplandezca. Luego el otoño suelta lo que ya no sirve, lo que necesita ser renovado. El invierno produce la renovación intensa con el viento, la lluvia, las tormentas, la nieve…
Nuestra vida es así también. No solo nuestra vida entera, sino también los diferentes períodos por los que pasamos a lo largo de ella. Así que tenemos un nacimiento, un esplendor en la juventud, un soltar en la madurez, y al llegar a una determinada edad, llegan las tormentas, el viento que sopla…
A lo largo de nuestra vida pasamos a la vez esos ciclos, de los que nos vamos haciendo más conscientes, o no, cuando vamos madurando. Así, vamos superando ciclos de manera más o menos rápida dependiendo de la consciencia que tengamos sobre lo que nos ocurre. De ahí la importancia de conocernos a nosotros y nosotras, de ser conscientes de lo que nos ocurre y de lo que ocurre a nuestro alrededor. Y de observar a la naturaleza y todo lo que la compone, nutrirnos de ella y seguir su ejemplo, que nos inspira a que siempre sigamos adelante, porque todo lo que ocurre, lo que nos ocurre, tiene sus propios ciclos.
Nada responde al azar. Es la vida misma, la que nos presenta nuestra realidad, la que hemos ido creando para que tomemos el camino que más nos conviene para seguir en movimiento, porque eso es la vida.