Una forma de expiación de la culpa por haber utilizado mal nuestros dones es estar en guerra. Sale el espíritu del guerrero que manifiesta que sólo se acabará toda la lucha cuando quede uno solo en pie, como en las películas de gladiadores. Entonces, las rodillas se debilitan, porque es la manera de postrarnos y rendirnos para abandonar el personaje de una vez. Olvidar que no merecemos amar y ser amados; que no merecemos una vida en paz, abundante y dichosa; que podemos seguir adelante y, esta vez, ayudar a otros de verdad, poner nuestros dones al servicio de la humanidad y de La Tierra.
Se puede ser fuerte porque ello no implica que vayamos a hacer daño ni que vayamos a repetir patrones antiguos y volver a traicionar a quienes nos quieren y nos apoyan. Ni tampoco a nosotros mismos, en todas nuestras dimensiones. El sentimiento de culpa que arrastramos gran parte de la humanidad nos hace crear muchas historias y personajes para mantenernos en ese bucle. Es muy sibilino.
Ese poder que tenemos de imaginar y de crear lo utilizamos para no salir de esa cárcel que nos creamos, que elegimos para expiar nuestra gran culpa, porque así nos enseñaron tantas veces y nos lo creímos. Olvidamos que tuvimos que hacer lo que hicimos porque era la forma de saber qué era la oscuridad, llevarlo a un extremo tal que acabáramos creyendo que éramos eso, y lo hicimos muy bien.
Pero ahora, toca recordar que eran las migas de pan que fuimos dejando para llegar a este momento y cambiar de dirección. Aquella maestría era para esta maestría que nos toca vivir ahora, para salir de esos personajes tan bien diseñados e interpretados y avanzar a una nueva vida.
Una nueva vida que tampoco recordamos pero que ya hemos creado también, y para hacerlo debemos darnos cuenta de por qué hicimos lo que hicimos y salir de esa cárcel. Más bien, disolverla, porque no es real. Todo fue una ilusión que así parecía, porque como maestros, creamos una película muy verosímil.