También lo podemos entender como pasión. Tener algo en la vida a lo que dedicarnos que haríamos gratis y que nos produce una inmensa satisfacción personal. Algo que nos llame de tal manera que nos ocupe gran parte de nuestro día y nuestra noche, con el que el tiempo prácticamente deja de existir, porque se nos pasa las horas sin darnos cuenta.
Todo lo que pensamos, o que se nos ocurre, está direccionado a eso. Es una forma de descubrir nuestro anhelo más profundo, lo que vinimos a hacer como seres humanos, aunque no lo hagamos nuestra profesión.
Lo identificamos en su mayor parte como algo que queremos hacer por encima de cualquier cosa y que tal vez nos gustaría hacerlo nuestro modo de subsistencia para así dedicarle todo el tiempo posible, pero no es sólo en este aspecto en el que ocurre o debería ocurrir.
El mayor anhelo que deberíamos tener es ser mejores cada día como seres humanos, porque así nos identificamos cada vez más con nuestra esencia y no con el personaje, de ahí que una forma idónea sea crear el personaje que represente y pueda desempeñar lo que nuestro Ser anhela, para así expresar nuestros dones y talentos naturales, lo que se traduce en vivir una existencia en plenitud y coherentes con quienes somos. Pero al mismo tiempo, nos pondrá los mayores retos en varios ámbitos de nuestra realidad, precisamente para trascender esas limitaciones que nos impiden expresarnos en plenitud.
Por eso, poner por encima de todo ser nuestra mejor versión y ofrecernos al mundo es lo que nos permite avanzar, porque así hemos dado con el motivo por el que nos encarnamos, al tiempo que poder corregir aquello en lo que hemos tropezado continuamente y nos ha impedido descubrir quienes somos.
Como los niños que siguen a sus héroes tratando de emular sus hazañas, nos embarcamos en mil y una aventuras, que nos dan el dinamismo necesario para realizar nuestra vida, hasta que un día descubrimos que hemos estado huyendo de algo todo el tiempo.
Lo hicimos fruto de los miedos y las limitaciones que fuimos creando, las guardamos como memorias en nuestras células, que luego se fueron activando poco a poco a lo largo de nuestra vida, fundamentalmente en nuestra niñez y adolescencia. Al dispararse esas memorias con situaciones vividas en nuestro entorno familiar, en el colegio o con los amigos, se comenzó a crear el caldo de cultivo para ir apagándonos para luego, en nuestra etapa de madurez, reconocer que hay decisiones y elecciones que tomamos que nos alejaron de nuestro verdadero camino de realización.
Volvemos a empezar, a tropezar y, poco a poco, reconocer un nuevo Yo con el que nos vamos identificando. Y ahí es donde se requiere tener un corazón ardiente, lleno de coraje para superar las dificultades y los retos hasta reconocer finalmente que lo que buscábamos siempre estuvo ahí con nosotros, pero no lo quisimos o no lo pudimos reconocer, porque debíamos realizar un viaje para ir puliendo el diamante que somos, oculto en el carbón oscuro de nuestra realidad.
Ese corazón ardiente nos ayuda a reconocer que eso mismo es lo que vinimos a ofrecer al mundo, que luego vestimos con otros recursos de una actividad laboral, una profesión a la que dedicarnos, una afición, o simplemente siendo eso que descubrimos en el día a día de nuestra realidad. Así logramos una vida llena de gozo, porque nos nutre a nosotros y nosotras, al tiempo que ayuda a otras personas o a otros seres vivos, a avanzar en su camino y reencontrarse.
Pero sobre todo, nos recuerda que el camino es de cada quien, que nadie lo puede hacer por nosotros, aunque sí ayudarnos a que nos resulte más fácil.
Esa pasión, ese corazón ardiente, es el que le dice a la vida que estamos aquí y que seguimos adelante, levantándonos las veces que sean necesarias cuando caemos, hasta conseguir la maestría necesaria para entender y comprender sus reglas, para que los momentos difíciles sean cada vez menos y mucho más cortos, permitiéndonos así nadar en sus aguas y fluir con ella.