Cayeron unas semillas en la tierra fértil. La lluvia y el sol las nutrieron y cuidaron. Tardó en asomar porque todos sabemos que el bambú japonés crece hacia el interior de la tierra y tarda años en ver la luz del sol.
Su sabiduría le enseñó que lo más importante es crear unas raíces fuertes y acumular energía, para tener una vida próspera. Cuando por fin comienza a ver la luz, crece hasta treinta metros en solo seis meses.
Eso es lo que a simple vista parece, pero en realidad su crecimiento es fruto de la madurez alcanzada durante el periodo de sombra.
Apareció un día por el bosque un leñador, aunque no tenía sexo definido, ya que unas veces su energía era masculina y otras femenina. O más bien su apariencia, porque su energía vital predominante era la masculina.
Cortaba leña para venderla al mejor postor. Había adquirido esa habilidad y se encontraba a gusto así. Tanto, que llegó un momento en que ya no pudo deshacerse de su personaje de leñador. Se había apoderado de él y su labor se volvió compulsiva.
Ya no razonaba. Fue perdiendo la sensibilidad que hacía mucho tiempo había tenido. No reparaba en si el árbol era joven, si su leña era útil o no. Simplemente afilaba cada día su hacha y se dirigía al campo a arrasar y satisfacer su adicción.
Cuando los árboles y los seres del bosque veían a lo lejos un pequeño resplandor se ponían a temblar, porque era el reflejo de la luz del sol en la hoja del hacha, que se acercaba sin remedio.
Un día le provocaron un traspiés a ver si desistía de su empeño, pero, como siempre le ocurría, la ira le provocaba una subida de energía y se ensañaba en su tarea con más ahínco. Con el tiempo trató de controlar su ira, pero en realidad se convirtió en una ira que disfrazaba su vulnerabilidad a sentir aflorar su propia debilidad.
Cada vez tenía más destreza en el manejo del hacha y la cerrazón se instalaba en él perdiendo la noción del tiempo esquilmando todo lo que se ponía a su alcance. A veces parecía que entraba en trance, con la mirada perdida. El dolor que infringía era cada vez mayor en los seres inocentes.
Un día vio un bambú. Su mirada se perdía en la altura. En su interior sintió una fuerza que le dominaba y, rápidamente, sin pensarlo, hachazo tras hachazo lo cortó.
Sintió una sensación de triunfo, poder y alegría interna que esta vez no pudo disimular. Un trofeo tan grande y valioso le hacía sentirse Dios. Tenía en sus manos el poder de la vida y la muerte, era quien decidía quién podía vivir y a quién perdonaba.
Al día siguiente pasó por el lugar a disfrutar de su victoria para recrearse de su fechoría. Pero el bambú había crecido casi un metro. Frunció el ceño, respiró profundo y su mirada se incendió. Sus ojos rojos iracundos no le permitieron disimular su rabia. Había quedado expuesto ante sí mismo.
Agarró el hacha y hachazo tras hachazo nuevamente podó el bambú. Respiró satisfecho y se envolvió en su propia victoria.
Al día siguiente ocurrió lo mismo, y al otro día, y al otro, al otro… Su rabia era cada vez mayor y trató de horadar la tierra para arrancarlo de raíz. Quería acabar a toda costa con él, pero sus raíces eran muy fuertes.
Por mucho que trataba de que no le afectara, la rabia y la impotencia le corroía en su interior. Estuvo unos días sin aparecer y cuando volvió, el bambú medía casi cuatro metros de altura. El viento lo movía y él, flexible, se adaptaba al movimiento. Parecía danzar con los elementos.
El resto de seres parecían alegres y comprendieron la lección del bambú. Sus raíces se unieron formando una red de todo el bosque y cada vez que se acercaba este personaje se unían y emitían una vibración tan poderosa que el leñador se daba la vuelta y se marchaba porque no la podía soportar.
En el pueblo se enteró de que pronto salía un velero a una isla donde había mucha vegetación en la que casi no había población. Vio la oportunidad de hacer ahí su negocio y no dudó en informarse.
Compró un billete y llegado el momento se embarcó rumbo a la isla. Era un hermoso velero que se llamaba Libertad. Siempre con su hacha en la mano, en cubierta hacía movimientos cortando el aire. Tal era su compulsividad. La maresía había mojado el mango del hacha y en su movimiento se le escapó y cayó al mar.
Por primera vez, la rabia sacó de sus ojos una lágrima al ver a su amiga cómo desaparecía ante su vista y se hundía. Era la forma que tenía el hacha de reponer el daño que había hecho para satisfacer a su amigo. El tiempo haría que el efecto del mar produjera corrosión en la hoja y ésta facilitaría la creación de un pequeño ecosistema donde creciera vegetación y fauna marina.
Impotente ante su pérdida, cuando llegó a tierra ya no encontraba sentido a su estancia allí. Pensó en el bambú, recordó su ejemplo y comprendió que siempre es posible renacer si estamos bien enraizados. Crear unas bases sólidas le harían perdurar, convivir con los otros seres y compartir con ellos su existencia.
Paseó por la isla y encontró una cabaña abandonada. Habían árboles frutales y agua dulce de un pequeño manantial. Se tiró en la tierra, miró al cielo y vio el perfil creado por el bosque. Se abandonó a la experiencia y sintió algo que hacía mucho tiempo había olvidado, y que ahora entendió que le había hecho retroceder la última vez que fue a ver al bambú: el amor del bosque.
Aquello que creía una agresión era un abrazo que ahora le daban sus nuevos amigos, que no lo juzgaban, no le recriminaban, no lo negaban.
Respiró profundamente y lloró. La rabia y la ira se iban transformando en paz. Tomó un puñado de tierra y la besó. Unos pajarillos se posaron cerca de él y le cantaron.
Durmió como nunca había dormido perdiendo la noción del tiempo. Al fin encontró su lugar en el mundo.


